Thursday, March 5, 2009

¿Legalización o Prohibición?

Comparen el artículo de The Economist y El Tiempo (nota anterior). Insisto, el equipo de gobierno del Presidente Uribe está haciendo la “vuelta”. Por un momento, traten de pensar en el problema desde una perspectiva no moralista.

http://www.economist.com/opinion/displayStory.cfm?story_id=13237193&source=hptextfeature

Tuesday, March 3, 2009

Se abre debate por 'tribunal especial' para portadores de droga

Para quienes quieran seguir el debate sobre penalización del consumo de drogas, lean este artículo publicado en El Tiempo. Mucha moral y poco pragmatismo por parte del equipo del gobierno del Presidente Uribe. O tal vez, sólo están haciendo el "mandado"...

http://www.eltiempo.com/colombia/politica/se-abre-debate-por-tribunal-especial-para-portadores-de-droga_4851588-1

Sunday, March 1, 2009

Moralidad y Política: La Penalización del Consumo de Drogas Ilícitas

Durante las últimas semanas se ha presentado una explosión de escritos y discursos que ilustran uno de los debates más importantes y “evadidos” en Colombia: moralidad y política. Héctor Abad Faciolince arrecia contra los conservadores. María Isabel Rueda cuestiona las intenciones de los tres americanos secuestrados en su nuevo libro y defiende la “ética de cautiverio” de Ingrid Betancur. Alejandro Gaviria critica el enfoque de la lucha contra las drogas y acusa al Presidente Uribe de defender la criminalización del consumo bajo fundamentos moralistas. Soy oportunista y me uno al debate. Mi objetivo, para cuando usted termine de leer esta columna, es brindar elementos básicos para que, como ciudadano, sea capaz de entender discusiones fundamentadas en argumentos morales. Utilizaré el debate acerca de la penalización del consumo de drogas como ejemplo.

Es conveniente que revisemos algunos principios básicos sobre moralidad. Ésta puede definirse como el conjunto de principios que rigen la conducta individual y/o colectiva de las personas. Estos principios se manifiestan en códigos de conducta que permiten determinar lo bueno y lo malo. Por ejemplo, algunas personas piensan que consumir drogas es malo, ya que conduce a la destrucción de la familia y la comunidad. Fundamentan su posición en reglas informales y socialmente aceptadas y en prohibiciones estipuladas en la Ley. Es importante resaltar que no existe una única moral; para otras personas el consumo de drogas es tan moral como tomar alcohol o fumar tabaco. Fundamentan su posición en el derecho a la libertad, siempre y cuando el consumo no disminuya el bienestar de sus conciudadanos. Para un observador “objetivo”, ambas morales son correctas si son coherentes con los principios que rigen el comportamiento de cada individuo. Sin embargo, existen ocasiones en las cuales estos principios chocan y se presentan situaciones de incoherencia, que acá llamaré conflictos morales. En la práctica, estos conflictos son evidentes cuando los individuos, las comunidades, y los gobiernos que los representan, discuten sobre “qué” debería hacerse para lograr un fin determinado[1].

Desde el inicio de su Gobierno, el Presidente Uribe propuso la penalización del consumo de drogas para dar coherencia a las políticas contra la producción y comercialización de las mismas. En términos prácticos, el Presidente se opone a la dosis personal, mecanismo por el cual una persona no puede ser judicializada por portar cantidades mínimas de droga para consumo individual. Se argumenta que es difícil para el país, en la arena internacional, mostrar los resultados de la lucha contra las drogas y ser, al mismo tiempo, el paraíso turístico para el consumo de las mismas. También se dice que la oposición del Presidente se fundamenta en un argumento moralista, es decir, sobre la creencia que el consumo de drogas es malo, que es cosa de viciosos o personas de poca fortaleza espiritual y mental. Recordemos que la dosis personal fue declarada legal bajo el fundamento constitucional del derecho al libre desarrollo de su personalidad. Sin embargo, la Corte Constitucional dejó en el aire el problema de la oferta: podemos consumir drogas pero es prohibido producirlas y comercializarlas.

Paradójicamente, tanto los seguidores de la decisión de la Corte Constitucional como del Presidente Uribe quieren hacer frente al mismo problema: el narcotráfico. Estamos al frente de un conflicto moral, un enfrentamiento sobre “qué” debería hacerse. No pretendo extenderme en este tema pero es necesario reconocer que mientras el Gobierno peca por moralista, ya que sus argumentos aplicarían igualmente para penalizar el consumo de alcohol y tabaco, quienes aprueban la legalización lo hacen por simplistas e idealistas; la legalización del consumo de drogas es un tema de implementación. Soy escéptico sobre la capacidad del Estado colombiano para emprender una tarea de semejante complejidad en materia de regulación.

Mejor miremos el problema desde el contexto de la legalización. El Fiscal General ha manifestado su oposición al proyecto de Ley que penaliza el consumo de drogas; argumenta que con cárcel no se puede tratar a los adictos. En otras palabras, considera que la adicción a las drogas es un problema de salud pública. Países como España y Suiza han implementado programas para ayudar a los adictos a la heroína a llevar una vida más normal y sana. Y parece justificarse. Hace nueve años, la revista The Economist, conservadora en términos anglosajones, se atrevió a ventilar el tema y encontró que el consumo de drogas, en su mayoría, es recreativo: las personas que aseguraban usarlas lo hacían una vez al mes, cuando se iban de “rumba”. Es decir, los adictos son una población minoritaria entre los consumidores y su tratamiento médico, aunque costoso, es más efectivo que enviarlos a la cárcel, donde seguramente van a continuar drogándose. Interesante seria medir cuanto le costaría al Estado capturar a una persona que se fuma un cigarrillo de marihuana, su posterior judicialización, y, como piensa el Presidente Uribe, castigarlo con trabajo comunitario. Podría ser que este sistema resulte más costoso que tratar a los adictos.

Pero esto solo es una parte del problema de la legalización y deja a la oferta en el limbo. Si Colombia legaliza la producción y comercialización de drogas, para ser moralmente coherente con la legalización del consumo, se enfrentará a preguntas como ¿Qué tipos de drogas se deben legalizar, blandas o duras? ¿Cómo se regularía la producción para garantizar la calidad de las mismas? ¿Cómo y quién deberían comercializarlas? ¿A qué edad se puede consumir drogas? ¿Quién es responsable por el tratamiento de aquellos que se conviertan en adictos? ¿Cómo responderá la comunidad internacional ante una medida unilateral de esa naturaleza? Sería muy interesante que los expertos estudiaran en detalle la experiencia de Países Bajos y su fracaso en el control de las importaciones de marihuana. También deberían profundizar en la experiencia del Reino Unido, al legalizar el consumo de drogas blandas en un distrito de Londres y concentrar los esfuerzos policiacos en atacar las mafias de las drogas fuertes. Aun más interesante seria evaluar la legalización de la marihuana en California con fines terapéuticos y contrastar los resultados con el crecimiento de los cultivos ilícitos en la región.

En resumen, introducir argumentos moralistas en la discusión de la legalización del consumo de las drogas no es recomendable. El Gobierno, al que debemos reconocerle sus esfuerzos para ser coherente en la lucha contra las drogas ilícitas, debería ser más flexible y, porque no decirlo, pragmático. Si continua con el proyecto de ley de penalización del consumo, terminará menoscabando la eficiencia del sistema de seguridad y justicia. Enfocar los esfuerzos policiacos en capturar marihuaneros, periqueros y peperos, desviará recursos importantes para combatir a las mafias del narcotráfico. De otra parte, aquellos que defienden la legalización de la producción y comercialización de las drogas deberían ser menos ingenuos. El Estado colombiano no tiene la capacidad para regular mercados de esa naturaleza, especialmente los de la cocaína y la heroína. Entonces, ¿cuál es la solución? Cualquiera que provenga de un debate objetivo y pragmático, donde se abandonen las posiciones moralistas con fines electorales y se recurra a información técnica para el diseño de políticas públicas realistas.

[1] Steven Lukes (1991). Conflicto Moral y Política. (Nueva York: Oxford University Press). pp.5.

Monday, February 16, 2009

Una carta de respaldo al Gobierno Uribe de un antiuribista

Durante los últimos meses me ha sorprendido la lluvia de críticas que el Gobierno Uribe ha recibido. No puedo negar el alivio que siento al leer a reconocidos columnistas, cuando insisten en la necesidad de cambiar el rumbo de algunas de las políticas públicas que el Presidente Uribe y su equipo de gobierno han impulsado. Hago referencia a aquellos que en el pasado participaron de este gobierno, como de otros que desde su inicio han lanzado críticas desde la barrera. Sin embargo, creo que es necesario ser objetivo y reconocer los inmensos avances que nuestro país ha logrado en los últimos seis años, gracias a la tenacidad de nuestro primer mandatario, gústenos o no.

Primero quiero dejar claro por qué me considero “antiuribista”. Mi razón es más de “forma” que de “fondo”, o en otras palabras, más de “medios” que de “fines”. Creo que nadie puede negar la necesidad de fortalecer la seguridad y justicia como funciones fundamentales del Estado. Creo, personalmente, que el Estado debe jugar un rol activo en la regulación de los mercados, cuando estos presentan fallas y generan situaciones de inequidad y desigualdad. Así mismo, considero que el Estado, por delegación social, debe impulsar políticas de redistribución para aliviar la situación de pobreza de los más necesitados. Es decir, no puedo negar mi afinidad con los planteamientos del Presidente Uribe para solucionar los problemas que aquejan a nuestro país. Lo que no me gusta es la receta para aliviar la enfermedad; el tipo de políticas que se adoptó, ni mucho menos el estilo con que estas se implementaron. Creo en la tecnocracia, y de cierta manera, apoyo los famosos “carruseles”, que tanto criticó José Roberto Arango en su momento. Al fin y al cabo, el Estado debe ser administrado por expertos.

Pero eso no me da patente de corso para criticar lo bueno que este Gobierno ha hecho. Nadie puede negar el éxito de la política de seguridad democrática. Aunque todos los liberados digan que las FARC todavía son una amenaza, me permito recordar que ya es posible viajar por gran parte del territorio nacional, sin miedo a ser secuestrado. No quiere decir lo anterior que el país fue pacificado; para nada. Pero el Presidente logró que las Fuerzas Militares y la Policía asumieran su verdadero rol: prestar servicios de seguridad de manera eficiente. No me gusta, eso sí, que se hayan encarcelado campesinos inocentes, ni mucho menos apruebo los falsos positivos. Esas son las fallas que se presentan por el tipo de políticas adoptadas, es decir, la “forma”. Un sistema que premia el resultado y no el impacto genera incentivos negativos para lograr el “fin”. Diferente seria si desde un principio se hubiera adoptado un benchmark tal como “sentimiento de seguridad”, en vez de un indicador de éxito en términos de “dados de baja” o “reducción en homicidios”. Seguramente se hubieran evitado la violación de los derechos fundamentales de esos campesinos y no hubieran ocurrido las imperdonables muertes de jóvenes inocentes. Pero gústenos o no, hoy Colombia es un país más seguro.

Dicen que la infraestructura de transporte es deplorable. Si, es verdad, pero hay avances y grandes obras en marcha. Y debe aceptarse que el situación de la infraestructura de transporte no es problema de falta de intención ni de trabajo; es más un problema institucional. De una parte, los mismos inversionistas nacionales, a puerta cerrada, han aceptado que no saben estructurar grandes proyectos de infraestructura. No me refiero a una carretera de dos calzadas sino a verdaderos megaproyectos. Los inversionistas internacionales estarían dichosos a hacerse a un programa agresivo de concesiones en este país, si existiera seguridad jurídica en sus contratos. Pero valga la pena recordar, que las altas cortes, en su sublime sabiduría jurídica, han ayudado inmensamente a la tarea de crear ese sentimiento de inseguridad. Tampoco se pude negar la corrupción de algunas entidades del sector. Pero ese es el precio que nosotros los colombianos, y especialmente los empresarios, decidimos pagar por mejorar la “seguridad”. Elegimos a un Gobierno de coalición, que recoge a los mismos partidos políticos, y sus disidentes, que desde siempre han financiado sus maquinarias políticas con las arcas del Estado. Gústenos o no, hoy la infraestructura de transporte es mejor que hace seis años. Y podría ser mejor.

Otro punto de discordia y crítica generalizada es el proceso de paz con los paramilitares. Algunos afirman que esa negociación sólo sirvió a los intereses de los grandes terratenientes, y a uno que otro narcotraficante. Pero detrás de ellos existían alrededor de 18.000 combatientes que querían desmovilizarse (hombres y mujeres sin opciones de vida, al igual que muchos guerrilleros). El Gobierno, con su característica terquedad, sacó adelante la Ley de Justicia y Paz, la cual logró su desmovilización, incluyendo un periodo de privación de la libertad y condicionalidad sobre futuras actuaciones delictivas, que se hizo efectivo con la extradición de sus cabecillas. Considero que este es uno de los grandes aciertos de este gobierno. Sin embargo, el problema radica en que al Comisionado de Paz le encargaron negociar la “paz” pero no implementar un programa de “reinserción”. De este defecto nacieron muchos de los problemas actuales, particularmente, la reorganización de grupos paramilitares. De otra parte, los grupos de derechos humanos aciertan en reclamar la no condena de los delitos de lesa humanidad. Ese es un costo que asumiremos, en unos años, todos los colombianos, cuando la Corte Penal Internacional encuentre la forma de intervenir en el conflicto colombiano. Gústenos o no, hoy hay menos grupos paramilitares y menos masacres.

Y así podríamos repasar cada una de las políticas implementadas por Gobierno Uribe. De casi todas podríamos concluir que la intención fue buena pero la implementación perversa. Por eso insisto en que los “carruseles” no son tan malos, en contraposición a algunos administradores con ínfulas de doctorado en políticas públicas. Pero eso no justifica que los críticos de este Gobierno escondamos nuestras preferencias ideológicas en columnas subjetivas e insultos personales. Sería más conveniente que adoptáramos una actitud más objetiva y recomendáramos otras opciones para hacer las cosas, otra “forma”. Esta actitud es determinante para que en Colombia exista un verdadero debate político, bastante necesitado en la próxima contienda electoral.

Para cerrar insisto: soy antiuribista, no me gusta la “forma” en que este gobierno hace las cosas, pero reconozco sus avances y aplaudo la consecución de los fines, siempre y cuando se respete la democracia, la constitución, y los derechos humanos.