Sunday, March 1, 2009

Moralidad y Política: La Penalización del Consumo de Drogas Ilícitas

Durante las últimas semanas se ha presentado una explosión de escritos y discursos que ilustran uno de los debates más importantes y “evadidos” en Colombia: moralidad y política. Héctor Abad Faciolince arrecia contra los conservadores. María Isabel Rueda cuestiona las intenciones de los tres americanos secuestrados en su nuevo libro y defiende la “ética de cautiverio” de Ingrid Betancur. Alejandro Gaviria critica el enfoque de la lucha contra las drogas y acusa al Presidente Uribe de defender la criminalización del consumo bajo fundamentos moralistas. Soy oportunista y me uno al debate. Mi objetivo, para cuando usted termine de leer esta columna, es brindar elementos básicos para que, como ciudadano, sea capaz de entender discusiones fundamentadas en argumentos morales. Utilizaré el debate acerca de la penalización del consumo de drogas como ejemplo.

Es conveniente que revisemos algunos principios básicos sobre moralidad. Ésta puede definirse como el conjunto de principios que rigen la conducta individual y/o colectiva de las personas. Estos principios se manifiestan en códigos de conducta que permiten determinar lo bueno y lo malo. Por ejemplo, algunas personas piensan que consumir drogas es malo, ya que conduce a la destrucción de la familia y la comunidad. Fundamentan su posición en reglas informales y socialmente aceptadas y en prohibiciones estipuladas en la Ley. Es importante resaltar que no existe una única moral; para otras personas el consumo de drogas es tan moral como tomar alcohol o fumar tabaco. Fundamentan su posición en el derecho a la libertad, siempre y cuando el consumo no disminuya el bienestar de sus conciudadanos. Para un observador “objetivo”, ambas morales son correctas si son coherentes con los principios que rigen el comportamiento de cada individuo. Sin embargo, existen ocasiones en las cuales estos principios chocan y se presentan situaciones de incoherencia, que acá llamaré conflictos morales. En la práctica, estos conflictos son evidentes cuando los individuos, las comunidades, y los gobiernos que los representan, discuten sobre “qué” debería hacerse para lograr un fin determinado[1].

Desde el inicio de su Gobierno, el Presidente Uribe propuso la penalización del consumo de drogas para dar coherencia a las políticas contra la producción y comercialización de las mismas. En términos prácticos, el Presidente se opone a la dosis personal, mecanismo por el cual una persona no puede ser judicializada por portar cantidades mínimas de droga para consumo individual. Se argumenta que es difícil para el país, en la arena internacional, mostrar los resultados de la lucha contra las drogas y ser, al mismo tiempo, el paraíso turístico para el consumo de las mismas. También se dice que la oposición del Presidente se fundamenta en un argumento moralista, es decir, sobre la creencia que el consumo de drogas es malo, que es cosa de viciosos o personas de poca fortaleza espiritual y mental. Recordemos que la dosis personal fue declarada legal bajo el fundamento constitucional del derecho al libre desarrollo de su personalidad. Sin embargo, la Corte Constitucional dejó en el aire el problema de la oferta: podemos consumir drogas pero es prohibido producirlas y comercializarlas.

Paradójicamente, tanto los seguidores de la decisión de la Corte Constitucional como del Presidente Uribe quieren hacer frente al mismo problema: el narcotráfico. Estamos al frente de un conflicto moral, un enfrentamiento sobre “qué” debería hacerse. No pretendo extenderme en este tema pero es necesario reconocer que mientras el Gobierno peca por moralista, ya que sus argumentos aplicarían igualmente para penalizar el consumo de alcohol y tabaco, quienes aprueban la legalización lo hacen por simplistas e idealistas; la legalización del consumo de drogas es un tema de implementación. Soy escéptico sobre la capacidad del Estado colombiano para emprender una tarea de semejante complejidad en materia de regulación.

Mejor miremos el problema desde el contexto de la legalización. El Fiscal General ha manifestado su oposición al proyecto de Ley que penaliza el consumo de drogas; argumenta que con cárcel no se puede tratar a los adictos. En otras palabras, considera que la adicción a las drogas es un problema de salud pública. Países como España y Suiza han implementado programas para ayudar a los adictos a la heroína a llevar una vida más normal y sana. Y parece justificarse. Hace nueve años, la revista The Economist, conservadora en términos anglosajones, se atrevió a ventilar el tema y encontró que el consumo de drogas, en su mayoría, es recreativo: las personas que aseguraban usarlas lo hacían una vez al mes, cuando se iban de “rumba”. Es decir, los adictos son una población minoritaria entre los consumidores y su tratamiento médico, aunque costoso, es más efectivo que enviarlos a la cárcel, donde seguramente van a continuar drogándose. Interesante seria medir cuanto le costaría al Estado capturar a una persona que se fuma un cigarrillo de marihuana, su posterior judicialización, y, como piensa el Presidente Uribe, castigarlo con trabajo comunitario. Podría ser que este sistema resulte más costoso que tratar a los adictos.

Pero esto solo es una parte del problema de la legalización y deja a la oferta en el limbo. Si Colombia legaliza la producción y comercialización de drogas, para ser moralmente coherente con la legalización del consumo, se enfrentará a preguntas como ¿Qué tipos de drogas se deben legalizar, blandas o duras? ¿Cómo se regularía la producción para garantizar la calidad de las mismas? ¿Cómo y quién deberían comercializarlas? ¿A qué edad se puede consumir drogas? ¿Quién es responsable por el tratamiento de aquellos que se conviertan en adictos? ¿Cómo responderá la comunidad internacional ante una medida unilateral de esa naturaleza? Sería muy interesante que los expertos estudiaran en detalle la experiencia de Países Bajos y su fracaso en el control de las importaciones de marihuana. También deberían profundizar en la experiencia del Reino Unido, al legalizar el consumo de drogas blandas en un distrito de Londres y concentrar los esfuerzos policiacos en atacar las mafias de las drogas fuertes. Aun más interesante seria evaluar la legalización de la marihuana en California con fines terapéuticos y contrastar los resultados con el crecimiento de los cultivos ilícitos en la región.

En resumen, introducir argumentos moralistas en la discusión de la legalización del consumo de las drogas no es recomendable. El Gobierno, al que debemos reconocerle sus esfuerzos para ser coherente en la lucha contra las drogas ilícitas, debería ser más flexible y, porque no decirlo, pragmático. Si continua con el proyecto de ley de penalización del consumo, terminará menoscabando la eficiencia del sistema de seguridad y justicia. Enfocar los esfuerzos policiacos en capturar marihuaneros, periqueros y peperos, desviará recursos importantes para combatir a las mafias del narcotráfico. De otra parte, aquellos que defienden la legalización de la producción y comercialización de las drogas deberían ser menos ingenuos. El Estado colombiano no tiene la capacidad para regular mercados de esa naturaleza, especialmente los de la cocaína y la heroína. Entonces, ¿cuál es la solución? Cualquiera que provenga de un debate objetivo y pragmático, donde se abandonen las posiciones moralistas con fines electorales y se recurra a información técnica para el diseño de políticas públicas realistas.

[1] Steven Lukes (1991). Conflicto Moral y Política. (Nueva York: Oxford University Press). pp.5.

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